El neurólogo Oliver Sacks se enfrentó en los últimos meses a la tarea más difícil con la que pueda lidiar cualquier pensador, sobre todo alguien que dedicó toda su obra a tratar de entender el funcionamiento de la mente humana: explicar su propia muerte. En febrero, Sacks anunció en un artículo que padecía cáncer de hígado terminal y este domingo ha fallecido en Nueva York a los 82 años. Le ha dado tiempo a publicar sus memorias, On the move, que editará Anagrama en castellano en breve, y a escribir unos pocos textos en la prensa en los que, con su característica mezcla de humor y lucidez, exploraba las certezas de la vida cuando ya sabía que le quedaba poco tiempo aquí abajo. Una frase de aquel primer texto inolvidable, titulado De mi propia vida, que publicó The New York Times en medio de una conmoción global, resume sus reflexiones: «Por encima de todo, he sido un ser con sentidos, un animal pensante, en este maravilloso planeta y esto, en sí, ha sido un enorme privilegio y una aventura».
Sacks, que nació en Londres en 1933 aunque desarrolló gran parte de su vida profesional en Estados Unidos, deja atrás un puñado de libros inolvidables como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Veo una voz (Viaje al mundo de los sordos), Un antropólogo en Marte, Con una sola pierna o Alucinaciones (su último título en castellano) y, sobre todo, a muchos pacientes cuya vida es mucho mejor después de haber pasado por sus manos. El fallecido Robin Williams, un actor cuya mente genial y frágil podría haberle convertido en uno de sus personajes, le interpretó en el cine en el filme de Penny Marshall Despertares que obtuvo tres candidaturas al Oscar en 1990.
En sus ensayos, publicados en castellano por Anagrama aunque el primer editor que lo lanzó en el mundo hispano fue Mario Muchnik, Sacks pretende explicar qué nos convierte en seres humanos, el extraño viaje entre la mente y algo que podríamos llamar alma, nosotros, cada ser individual. ¿Cómo funciona la memoria? ¿Por qué y cómo vemos, ven los ojos o ve el cerebro? ¿Qué significa poder oír, escuchar lo que nos rodea? ¿Qué son el amor y el deseo sexual? ¿Qué dicen de nosotros las alucinaciones? ¿Hasta qué punto un autista está aislado del mundo en el que vive? ¿Nos define una enfermedad que padecemos?
El milagro de la identidad positiva
Su gran aportación es haber acercado a millones de lectores en todo el mundo a aquellos que la sociedad se empeña en tratar como diferentes y que Sacks siempre consideró iguales. Nos ayudó, con textos extraordinariamente entretenidos, a comprender la inmensa complejidad de la mente humana y nos permitió atisbar la forma en que se enfrentan al mundo todos aquellos que demasiadas veces preferimos ignorar. «No quiero parecer sentimental ante la enfermedad. No estoy diciendo que haya que ser ciego, autista o padecer el síndrome de Tourette, en absoluto, pero en cada caso una identidad positiva ha surgido tras algo calamitoso. A veces, la enfermedad nos puede enseñar lo que tiene la vida de valioso y permitirnos vivirla más intensamente», explicó en una entrevista con este diario en 1996.
Oliver Sacks nació en Londres y vivió en la capital británica los bombardeos nazis durante la II Guerra Mundial. Sobre esta experiencia escribió un gran artículo en The New York Review of Books, Habla memoria, en el que explicaba los complejos mecanismos de la memoria y la capacidad de los seres humanos para generar recuerdos inexistente que al final son tan sólidos y reales como los auténticos. Su carrera científica se desarrolló en Estados Unidos –aunque nunca llegó a ser ciudadano americano– y se hizo famoso como médico en los años sesenta por sus ensayos sobre el Parkinson (precisamente la historia que cuenta Despertares). Sus libros le proporcionaron un reconocimiento mundial.
Resulta difícil seleccionar alguno de sus personajes por encima de otros. El autista que se acerca al lenguaje a través del dibujo –»El artista autista» en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero– puede servir para resumir su forma de concebir la medicina y la literatura. Este paciente le permite escribir a Sacks: «¿El ser una isla, el estar separado, es inevitablemente una muerte? Puede ser una muerte, pero no inevitablemente. Porque aunque se hayan perdido las conexiones horizontales con los demás, con la sociedad y la cultura, puede haber conexiones verticales, intensificadas y vitales, conexiones directas con la naturaleza, con la realidad, sin influencias». Su personaje lograba esas conexiones directas a través de su capacidad para dibujar. Su reto como científico era darle una oportunidad, buscar formas para guiarlo y lograr que encuentre una vida plena en su diferencia radical. Ese fue siempre su objetivo como científico y como escritor.
En su obituario, The New York Times cuenta una anécdota que resume bastante bien su forma de ver el mundo: recibía unas 10.000 cartas al año, pero respondía siempre «a los menores de 10 años, a los mayores de 90 y a aquellos que estaban en la cárcel». Escribió su último artículo a principios de agosto, titulado Mi tabla periódica: lamentaba a la vez todo lo que se iba a perder ante la inminencia de su muerte –explicaba que ya se encontraba muy enfermo–; pero también celebraba la densidad de su existencia. Y no pensaba rendirse: «Quería divertirme un poco haciendo un viaje a Carolina del Norte para ver el maravilloso centro de investigación sobre lémures de la Universidad de Duke. Los lémures están próximos a la estirpe ancestral de la que surgieron todos los primates, y me gusta pensar que uno de mis propios antepasados, hace 50 millones de años, era una pequeña criatura que vivía en los árboles no tan diferente de los lémures actuales. Me encantan su saltarina vitalidad y su naturaleza curiosa».
Su obra es una descomunal lección de solidaridad, que sigue a fondo el principio que Atticus Finch, el protagonista de la novela de Harper Lee Matar un ruiseñor, explica sus hijos como gran lección de vida: «Nunca conoces realmente a una persona hasta que te has calzado sus zapatos y has caminado con ellos». Sacks nos obligó a caminar con muchos zapatos –los de un ciego, los de un pintor que ha perdido la percepción de un color, los de un autista, los de los sordos– y, encima, lo hizo de una forma extraordinariamente divertida. El hecho de que, como ha contado recientemente, su madre le maldijera cuando le confesó su homosexualidad, seguramente influyó profundamente en la tolerancia hacia la diferencia que marca todos sus ensayos. Cambió la forma en que vemos a los demás, y en que nos vemos a nosotros mismos, y eso es algo que se puede decir de muy pocos autores.